Capítulo 1: El Nacimiento - Parte 1

>> martes, 14 de abril de 2009

Die feuchten Dogmen blinder Lehren
Nur auf den Lippen sich vermehren
Nicht aus der Tiefe Dir geboren
So hast bei all den Kämpfen du noch nie verloren

Ein Hauch von Menschlichkeit - in dir
Ihn zu suchen bin ich hier - bei dir



(Lós húmedos dogmas de enseñanzas ciegas
Solo se multiplican en los labios
No te nacen desde la profundidad
Por lo que en todas las luchas nunca has perdido

Un aliento de humanidad – en ti
Para buscarlo estoy aquí – contigo)

Lacrimosa, Ein Hauch von Menschlichkeit,
Album Echos, 2003


El Nacimiento

Turquía, verano de 1985

Una fina mujer de mediana estatura tarareaba una canción recordada del jardín de niños mientras conducía un Jeep a buena velocidad por la carretera del desfiladero de la costa Egea. Unos cuantos kilómetros después de haber dejado atrás la ciudad de Kusadasi, a su derecha, perfectamente distinguible por las condiciones atmosféricas del espléndido día se veía la isla de Samos.

“¿Qué curioso es este mundo tan pequeño?,” pensó interrumpiendo el tarareo y arrugando ligeramente su amplia frente, como siempre que se sumía en sus pensamientos. “Tan cerca que está esa isla y pertenece a otro país que ni siquiera se distingue desde esta costa. Sus pobladores hablan otro idioma, tienen otras costumbres, otras vidas y están a unos cuantos kilómetros de esta costa donde hablan turco, piensan en turco, viven en turco…”

La mujer soltó una carcajada: “Lo turco verdaderamente está en chino”

A pesar de que ya llevaba casi un año en el país seguía sin poder adaptarse a sus costumbres. Los hombres sentados en los café chacoteando sobre cualquier cosa e interrumpiendo bruscamente sus conversaciones cuando ella pasaba le seguían desagradando.

“En casa los piropos por lo menos te hacen sonreír, con estos condenados turcos no sabes ni que pasa por sus mentes con tanto silencio que generan al paso ya no de mi… sino de cualquier mujer que no vaya tapada hasta las narices.”

Inés Alcocer se había titulado en arqueología en la Universidad de la capital y su estancia en Turquía era su primer proyecto de excavación. Cuando conoció la noticia de que había sido elegida, en realidad se había sentido muy orgullosa, quizá miles de aspirantes a la plaza que en realidad era una beca auspiciada por la UNESCO y media docena de instituciones más. Se había preparado intensamente en los pocos meses que habían pasado entre su Examen Profesional y su partida a Medio Oriente. Si, señor, había sido un premio. Un premio a su destacada inteligencia, un premio a su habilidad y quizá, un poco de suerte.

“Pero la inteligencia se la heredé a mi padre,” continuó el tren de pensamiento de la mujer, “y el talento también. Finalmente me la pasé toda mi infancia entre las ruinas”

Sonrió nuevamente al recordar las horas pasadas en los campamentos de trabajo de su padre. Lo visualizó como siempre que lo hacía: con el pie sobre una escultura de la diosa, su diosa, que había desenterrado y que le había valido renombre mundial. En la foto parecía uno de esos héroes de la antigüedad que muestran su triunfo pisando a sus vencidos. Una imagen verdaderamente sacrílega.

“Tengo que hablarle a mamá, hoy mismo,” se dijo. “Ha de estar preocupada la viejita. Hace por lo menos dos semanas que no hablo con ella y ha de estar desesperada de saber de mi.”

Inés se detuvo brevemente y se sombreó los ojos con las manos para poder distinguir mejor la isla que emergía como una gigantesca nube verde entre las calmadas aguas del mar.

Se bajó del Jeep, sacó su cámara fotográfica de la mochila y perpetúo la imagen en el rollo. Siempre le había gustado esta vista pero nunca la había fotografiado. Era la mejor de toda la costa turca. O por lo menos la mejor de la pequeña parte de la costa que solía recorrer cuando se encontraba con el maestro.

Luego contempló el Mycale, uno de los tantos cerros que se elevaban medio millar de metros desde la costa que parecían emerger directamente del mar propiciando así la existencia de cientos de promontorios como el Trogilio. Su prodigiosa memoria le hizo recordar que en ese lugar había tenido lugar una importante batalla que terminó con el intento de los persas de apoderarse de Grecia. La batalla había sido encabezada por el general espartano Leotiquides quien comandaba una flota de 110 barcos, o por lo menos eso era lo que afirmaba Herodoto. Inés recordaba vivamente las palabras que el historiador griego había puesto en boca del general:
"Hombres de Jonia - vosotros que podéis oírme - escuchad lo que digo; porque los persas no entenderán ninguna palabra que yo pronuncie. Cuando nos enfrentemos a ellos en batalla, antes que nada, recordad la Libertad - y luego, recoged nuestro testigo. Si hay alguien que no me oiga, que los que sí que me hayan oído den la noticia a los demás."

Pero eso había sido hace un milenio y medio y ahora le preocupaba más llegar a la cita con el maestro.

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Capítulo 1: El Nacimiento - Parte 2

Había encontrado al maestro por una de esas casualidades casuales a los pocos días de haber llegado a los trabajos de restauración de Efeso. Un par de colegas, un inglés y una francesa perdidamente enamorados el uno del otro, y que ahora ya no estaban en el proyecto de excavación la habían llevado a descubrir una pequeña playa aislada a unos tres cuartos de hora de camino de Selçuk, la ciudad a la que administrativamente pertenecía Efeso y donde los arqueólogos tenían sus alojamientos y sin los hoteles que aparecían como hongos por toda la costa y fue entonces cuando descubrió la cueva a la mitad de la colina del Mycale. La visión de la cueva le había despertado su sentido de aventura que en aquellos días seguía a plenitud ya que no se había encontrado ni con demasiados turcos, ni le había hecho mella la rutina de su trabajo que en el fondo era aburrido y consistía tan solo en ser sumamente escrupulosa con la colección de pequeños pinceles de diferentes grados de dureza que permitían remover los milenios de capas de polvo y arena de cualquier piedra que encontraran los trabajadores locales que empleaban sus espadas de forma poco respetuosa e interesados solamente en decidir en que café y con que amigos se iban a gastar sus salarios.

En todo el año tan solo dos de esas piedras habían revelado algo y ese algo ni siquiera era importante o trascendente. Simples adornos de alguna fachada que terminaban apilados junto con miles más en las bodegas de la zona arqueológica esperando que en el futuro se tuvieran las herramientas necesarias para clasificarlas y el tiempo y los fondos para hacerlo.

Con toda su historia, Efeso no era ni por mucho lo que Inés se había imaginado. Efeso para ella seguía siendo equivalente a Artemisa, el lugar de nacimiento de la diosa y el asentamiento del Templo en su honor que figuraba en las listas de las 7 maravillas de la antigüedad. En la actualidad, del renombrado templo solo quedaban unos cuantos restos que dificultaban imaginar su magnificencia de antaño. Lo único en referencia a Artemisa que valía la pena en Efeso era una hermosa estatuilla de la diosa arquetípica de lo femenino como lo demostraba el hecho que tenía 28 senos, uno por cada día del mes lunar, y su falda y tocado cubiertos de animales grabados en relieve.

Cuando llena de excitación había corrido hacia la cueva hace lo que ahora le parecía una eternidad, en el momento justo que querer cruzar el umbral, el maestro había emergido de este.
“¿Buscas algo?,” le preguntó el anciano en un perfecto español, que Inés en un primer instante no había comprendido habituada ya, a no escuchar su idioma natal.

“¿Cómo sabe que hablo español?,” respondió Inés con una pregunta.

“Se muchas cosas y entre ellas que hoy iba a conocer a una chica llena de inquietud y curiosidad. Pero no me contestaste la pregunta que te he hecho.”

“Bueno, soy arqueóloga, y siempre ando buscando algo. Ahora, que he visto la cueva, tan cercana al bosque de olivos donde según la leyenda nació Artemisa, que querido ver si puedo encontrar algo de ella.”

“Si eres paciente, te puedo enseñar muchas cosas, no solamente sobre Artemisa, sino sobre todo, acerca de la Artemisa que tienes dentro. Pero eso no lo encontrarás en la cueva. Si quieres puedes cerciorarte por ti misma.”

El anciano de larga barba blanca, vestido con una larga túnica blanca, tomó a Inés suavemente del brazo y la introdujo en la cueva. Llena de sorpresa Inés constató que se trataba de la vivienda del maestro.

La cueva vivienda estaba dividida en tres secciones claramente delimitadas por antiguos biombos finamente tallados. En el fondo de la parte central, a la que se accedía directamente desde la entrada, había un hermoso altar lleno de pequeñas imágenes de santos, santas, dioses, diosas y algunas fotografías de hombres y mujeres actuales que el maestro consideraba como inspiradores de la humanidad. Frente al altar se encontraban dos braseros y sobre el suelo estaba colocada una hermosa alfombra de manufactura afgana con los intricados diseños del arte musulmán. Entre la alfombra y la entrada estaba dispuesta una bandeja con jofaina que el maestro usaba para su ritual de lavado, imprescindible para todos los que habían recibido sus primeras enseñanzas religiosas del Islam.

El lado derecho de la cueva estaba acondicionado como comedor y cocina. Al fondo se encontraba una pequeña estufa de carbón que tenía un tiro artificiosamente escondido que daba hacia el exterior. A su lado se encontraban dos modestos mueblecillos desgastados por el tiempo rebosado por los implementos para cocinar, los frascos de especies y los alimentos que eran pocos pero selectos. El mobiliario era complementado por una robusta mesa que estaba hecha con la rodaja de un tronco de roble milenario de casi metro y medio de diámetro colocado sobre tres columnas antiguas que debía proceder de una de las innumerables ciudades de la antigua Grecia o la Asia Menor romana. A su alrededor había tres sillas que de tan viejas parecían romperse con tan solo sentarse en ellas.

El lado izquierdo de la cueva, finalmente estaba acondicionado como dormitorio. Contaba con una estrecha cama perfectamente tendida con ropas tan impecablemente blancas como las túnicas del maestro que se encontraban en un arcón que asimismo servía de buró y, para sorpresa de Inés, en el fondo incluso estaba instalado un baño con un retrete al estilo occidental, una tina y hasta un calentador de agua que operaba con leña. Para poder usar el baño, se aprovechaba un pequeño hilo de agua que brevemente salía de la roca para luego desaparecer en las profundidades del suelo hacia otra cueva y luego al mar como le había explicado el maestro.
En suma, la cueva gozaba de todas las comodidades que un hombre solo como el maestro pudiera necesitar.

“¿Es usted un ermitaño?,” fue lo primero que había logrado preguntar, mas bien comentando, la asombrada Inés al ver el interior de la cueva.

“Supongo que así se me llamaría si fuera cristiano.”

“¿Entonces es usted musulmán?,” dedujo Inés, sonriendo por su capacidad de deducción.
“Si fuera un musulmán, probablemente sería un sufi. Pero no soy ni lo uno ni lo otro y ambas cosas a la vez. No soy ni más ni menos que todo el resto de los seres humanos que al buscar encuentran y al encontrar buscan.”

“Ya se algo con toda certeza,” dijo Inés, “es usted un hombre al que le encantan los acertijos.”
“¿Acaso los acertijos no son el lenguaje de Dios?,” respondió el maestro sonriendo, “aunque lo mismo lo podríamos afirmar de las matemáticas, de la geometría, o de la naturaleza misma.”
“Creo que puedo aprender algo de usted,” dijo Inés, “soy toda oídos y disposición.”

“Te espero todos los días cuando hayas terminado tu trabajo. Comenzaremos mañana mismo. Y ahora ve a buscar a tus amigos que ya te están buscando. No quiero que descubran mi cueva, ni se acerquen demasiado.”

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Capítulo 1: El Nacimiento - Parte 3

Inés le había obedecido e inventado una historia donde describía a la cueva como un lugar totalmente inverosímil e infestado de murciélagos y se las había ingeniado para liberarse de sus amigos al día siguiente. En realidad no le había sorprendido mucho ver al maestro montado en el destartalado Jeep que habían puesto a su disposición.


“Es necesario que te muestre el mejor camino para llegar a mi cueva y también el lugar más apropiado para que aparques tu vehículo,” le dijo el maestro en vez de saludo, “así que pon toda tu atención en el camino para que lo recuerdes.”

El maestro la había dirigido primero por la carretera principal que Inés ya conocía del día anterior y luego le había indicado que se desviara por un verdadero laberinto de caminos secundarios y rurales. A pesar de tener un buen sentido de orientación, Inés se había perdido irremediablemente los primeros días cuando intentó repetir el camino señalado.

Finalmente habían llegado a la orilla de una pequeña robleda donde el maestro le indicó que aparcara el Jeep entre dos enormes robles.

Una vez en la cueva, el anciano puso una tetera en la hornilla y calentó agua para preparar un te de hierbabuena. Inés agradeció desde el fondo de su corazón que no estuviera tan excedido en azúcar como le gustaba al común de los turcos. La preparación de dicho té, a partir de ese momento fue el ritual de comienzo de todas sus lecciones.

“Lo primero que tendrás que aprender es a rezar.”

“Confieso que rezar me aburre. Y mis inclinaciones religiosas van más en el sentido de mi padre que era un libre pensador que a mi madre que es una católica ferviente.”

“Rezar te ha aburrido hasta ahora porque nadie te ha enseñado como hacerlo…”



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Capítulo 1: El Nacimiento - Parte 4

>> sábado, 11 de abril de 2009

Con esas sencillas palabras había comenzado todo un año de instrucción y con el tiempo Inés había adquirido la certeza de que sus encuentros con el maestro eran el verdadero motivo por el que el destino la había enviado a Turquía.

Durante el año había aprendido a darle vida no solo a Artemisa, sino a todos los dioses antiguos, griegos e hititas, romanos y mesopotámicos. Había aprendido del dios de los hebreos, de Jesús, de las tradiciones de las Marías, la de la Madre y la de la Magdalena. Había aprendido a oficiar los rituales sagrados musulmanes con el mismo afán que ataño había desarrollado en las excavaciones arqueológicas cuando de niña acompañaba a su padre.

Ahora, a casi un año de distancia sentía simultáneamente un pesar y una alegría en el corazón. El pesar le venía de estar consciente de que iba a ser la última vez que habría de recorrer ese camino. La alegría le venía de saber que después de una breve estancia en Paris en los cuarteles generales de la UNESCO, por fin iba estar volando de regreso a su amado país.

Al pensar en su regreso Inés nuevamente comenzó a canturrear la cancón infantil cuyo volumen e intensidad fue aumentando conforme se adentró en el laberinto de caminos que daban a la robleda donde tenía que aparcar el auto.

Inés estacionó el Jeep en el lugar acostumbrado y cruzó el robledal al ritmo de la canción que canturreaba. Cuando salió del bosquecillo súbitamente detuvo su canturreo. En la costa debajo de donde se debía encontrar la cueva del maestro había una actividad completamente inusual. Aprovechando unas rocas planas medio sumidas en el mar habían desembarcado dos naves anfibias del ejército turco mientras que en la playa misma se encontraban varios transportes militares llenos de hombrecillos vestidos de uniforme.

En esos momentos escuchó los gritos de órdenes y vio como los hombres se agrupaban rápidamente en filas.

“¿Estarán buscando al maestro?,” se preguntó asustada. “Debo avisarle.”

Agachada y escondiéndose detrás de los pocos arbustos que ofrecían un escondrijo, Inés tardó lo que le pareció una eternidad en avanzar a la cueva. Cuando por fin pudo ver la entrada, vio que el maestro estaba plácidamente sentado frente a ella meditando mientras que a unas cuantas decenas de metros de distancia ya se vislumbraba una de las filas de soldados. El que la encabezaba, todo aparentaba que se trataba de un oficial de rango medio, interpeló al maestro con gritos groseros y se le acercó acelerando el paso.

Inés, desesperada intuyó que algo terrible estaba a punto de suceder y comenzó a correr olvidando toda precaución.

El maestro se incorporó lentamente y enfrento al militar con una sonrisa que lo enfureció aun más. El oficial gritó algo a su tropa que unos instantes más tarde rodeó por completo al venerable anciano.

“No le hagan nada, es inocente…” gritó Inés impotente desde la distancia en que se encontraba sin darse cuenta que estaba usando el español, incomprensible para los turcos.

El oficial le dio una bofetada al maestro que lo tumbó pero no logró borrarle la sonrisa de los labios. Dos de los soldados se acercaron y le dieron unas fuertes patadas en el costado, justo en el momento en que Inés logró irrumpir en el círculo de los militares.

“No le hagan nada, es inocente…” gritó Inés nuevamente acordándose de usar el inglés en esta ocasión.

“Usted quien es para entrometerse,” preguntó el oficial en un inglés tan perfecto como si de un estadounidense se tratara.

“No les digas nada,” se esforzó en decirle el maestro usando el español. “Esto ya estaba previsto desde hace mucho tiempo y estoy preparado.”

“¿Qué le dijo?” preguntó el oficial en su inglés perfecto.

“No lo sé,” improvisó Inés, tratando de ganar tiempo y aliento, “no le he comprendido.”

Inés se acercó al maestro y se agachó a su lado. Dos de los militares intentaron separarlos, pero el oficial los retuvo.

“Este hombre es un peligroso sujeto a quien nuestras autoridades han buscado desde hace muchos años.”

“Pero es solo un anciano.”

“Aun siendo anciano es peligroso, pero eso a usted no le importa,” dijo el oficial.

“No intentes argumentar con ellos,” le susurro el maestro, “ya te dije que estoy preparado.”
Ahora el oficial tomó rudamente a Inés del brazo y seguido de dos de sus hombres la empujó hacia la cueva.

“Le he dicho que no se entrometa.”

“Escuche, oficial, tengo un pasaporte diplomático y trabajo en la zona arqueológica de Efeso para la UNESCO. El señor es un adorable anciano que he vendido a visitar de vez en cuando. Le suplico que no le haga nada o el mundo sabrá de ello.”

El oficial soltó una carcajada mientras empujaba a Inés dentro de la cueva. Dos soldados se encargaron de impedir que saliera.

Pasaron unos minutos que parecieron eternos mientras el oficial y su gente intentaban hablar con el maestro que seguía firme en no dirigirles palabra alguna.

De repente escuchó un disparo e Inés se esforzó por contener un grito de espanto.
Unos instantes más tarde el oficial entró en la cueva.

“Con que pasaporte diplomático y empleada por la UNESCO. ¿Sabe que nunca lo he hecho con una mujer que tiene un pasaporte así?,” le dijo desabrochándose el pantalón, “¿Cómo lo hacen las diplomáticas internacionales?. ¿Prefieren desvestirse?”

El oficial alargó la mano intentando desgarrar el vestido de Inés, pero ella se escabulló al fondo de la cueva.

“No se preocupe. No le va a doler. Los turcos somos los mejores amantes del mundo.”

“Pero no quiero tener nada que ver con usted.”

“Me parece que en esta situación no tiene opción alguna,” le contestó el oficial, “si coopera ahora conmigo le prometo que el resto de la tropa no la tocará… de lo contrario…”

Después de sopesar unos instantes la situación Inés reconoció que el individuo efectivamente tenía todo a su favor habiendo incluso matado a su maestro, por lo que decidió ceder a sus intenciones tratando de oponer la menor resistencia posible para que esa repugnante situación pasara lo más rápido posible.

Pidiendo perdón al maestro en silencio, se acostó en su cama y se subió el vestido solo lo necesario para que el oficial le pudiera bajar las bragas.

Luego cerró los ojos y canceló todas sus emociones y sentimientos tal y como el maestro le había enseñado, como preparándola para lo que ahora le estaba sucediendo.

Cuando volvió en sí, Inés se dio cuenta que el oficial había salido de la cueva. Se incorporó y con sigilo se asomó por la entrada. Los militares habían desaparecido por completo. Ni siquiera las naves anfibias estaban ya en la playa.

Por un momento Inés se preguntó si todo eso no era un mal sueño y se dio cuenta de lo contrario cuando a unos pasos de distancia vio tirado el cuerpo del maestro al lado de una roca. Por primera vez desde que lo conociera, su túnica no estaba impecablemente blanca. En varias partes se había manchado de sangre.

Con lágrimas en los ojos se acercó al venerado anciano, se hincó a su lado y lo incorporó de tal forma que su cabeza pudiera descansar en su regazo.

Al sentir el movimiento la poca vida que quedaba en el cuerpo del maestro luchó para dirigirle sus últimas palabras:

“Calma Inés. No derrames una sola lágrima por mí, ya es tiempo de que experimente la muerte. No todo lo malo es como parece. Quiero que recuerdes siempre esto: ¡Cuando los doce se reúnan en torno a la semilla que llevas en tu vientre, los años oscuros se transformarán en años de luz! Esa semilla será tres veces la vieja diosa y un aliento para la humanidad.”

continúa con el capítulo 2: Orfandad

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Lacrimosa, ein Hauch von Menschlichkeit

Esta canción la cito al inicio de la novela e inspiró el subtítulo de la misma.

¿Porqué pensé en Turquía como el lugar de concepción de Sofía?

Ubiqué la concepción de Sofía en Turquía por muchas razones.

Personalmente siempre me he sentido conectado especialmente a Turquía. Es una conexión intuitiva y mágica y, a pesar de que solo he estado algunos días en Estambul uno de mis primeros destinos de viaje –si es que alguna vez tengo el dinero- sería recorrer Turquía.

Si revisamos la historia de occidente, muchas veces nos vamos con la finta de creer que la cuna de esta civilización fue Grecia, sin embargo, esto es un engaño. La mayoría de las grandes cosas, los grandes “detonantes” de la civilización occidental sucedieron en el territorio de la actual Turquía. Troja, la ciudad que dio pie a los poemas homéricos está en la actual Turquía, muchos de los filósofos y científicos griegos nacieron en territorio turco, etc.

Pero no es solo la conexión helénica la que hace especial a Turquía. Una de las civilizaciones más antiguas, Catal Hüyuc, se desarrollo aquí. Las primeras iglesias cristianas, las famosas siete iglesias en su mayoría estaban en Turquía. Y que sería del antiguo Egipto o de las culturas Mesopotámicas sin la constante rivalidad con el imperio Hitita que fue… lo adivinaste… turco.

Siento, por varias razones que Turquía todavía tiene mucho que darnos por esas conexiones tan especiales como cuna de la civilización occidental. Si queremos reflexionar y regresar a nuestros orígenes para reconstruirnos tenemos que revisar con mucha atención todo lo que pasó en Turquía desde los tiempos más remotos. Aquí hay claves importantes que todavía están por descubrirse.

Algo sobre la trama

La profecía del maestro al final del capítulo dice:

“¡Cuando los doce se reúnan en torno a la semilla que llevas en tu vientre, los años oscuros se transformarán en años de luz! Esa semilla será tres veces la vieja diosa y un aliento para la humanidad.”

La novela, obviamente trata de cómo se reúnen los doce alrededor de Sofía para dar un “aliento para la humanidad”, pero Sofía también tiene que descubrir cómo es eso de que es tres veces la vieja diosa.

La primera de ellas es Artemisa, la vieja deidad de Éfeso en cuyo honor fue construido un templo, también conocido como el Templo de Diana (el nombre romano de Artemisa) y quien, según los antiguos mitos nació de un lago ubicado en un robledal (un bosque de robles) de la zona del Mycale.

Hoy estos robledales ya no existen físicamente, pero siguen existiendo en la memoria humana. El roble, junto con otros árboles, es uno de esos árboles que se han considerado como “cósmicos”

(Hay más sobre este concepto en la primera sección de “El Anarquísta Místico” que se llama “Reflexiones sobre el árbol”)

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