Capítulo 1: El Nacimiento - Parte 2
>> martes, 14 de abril de 2009
En todo el año tan solo dos de esas piedras habían revelado algo y ese algo ni siquiera era importante o trascendente. Simples adornos de alguna fachada que terminaban apilados junto con miles más en las bodegas de la zona arqueológica esperando que en el futuro se tuvieran las herramientas necesarias para clasificarlas y el tiempo y los fondos para hacerlo.
Con toda su historia, Efeso no era ni por mucho lo que Inés se había imaginado. Efeso para ella seguía siendo equivalente a Artemisa, el lugar de nacimiento de la diosa y el asentamiento del Templo en su honor que figuraba en las listas de las 7 maravillas de la antigüedad. En la actualidad, del renombrado templo solo quedaban unos cuantos restos que dificultaban imaginar su magnificencia de antaño. Lo único en referencia a Artemisa que valía la pena en Efeso era una hermosa estatuilla de la diosa arquetípica de lo femenino como lo demostraba el hecho que tenía 28 senos, uno por cada día del mes lunar, y su falda y tocado cubiertos de animales grabados en relieve.
Cuando llena de excitación había corrido hacia la cueva hace lo que ahora le parecía una eternidad, en el momento justo que querer cruzar el umbral, el maestro había emergido de este.
“¿Buscas algo?,” le preguntó el anciano en un perfecto español, que Inés en un primer instante no había comprendido habituada ya, a no escuchar su idioma natal.
“¿Cómo sabe que hablo español?,” respondió Inés con una pregunta.
“Se muchas cosas y entre ellas que hoy iba a conocer a una chica llena de inquietud y curiosidad. Pero no me contestaste la pregunta que te he hecho.”
“Bueno, soy arqueóloga, y siempre ando buscando algo. Ahora, que he visto la cueva, tan cercana al bosque de olivos donde según la leyenda nació Artemisa, que querido ver si puedo encontrar algo de ella.”
“Si eres paciente, te puedo enseñar muchas cosas, no solamente sobre Artemisa, sino sobre todo, acerca de la Artemisa que tienes dentro. Pero eso no lo encontrarás en la cueva. Si quieres puedes cerciorarte por ti misma.”
El anciano de larga barba blanca, vestido con una larga túnica blanca, tomó a Inés suavemente del brazo y la introdujo en la cueva. Llena de sorpresa Inés constató que se trataba de la vivienda del maestro.
La cueva vivienda estaba dividida en tres secciones claramente delimitadas por antiguos biombos finamente tallados. En el fondo de la parte central, a la que se accedía directamente desde la entrada, había un hermoso altar lleno de pequeñas imágenes de santos, santas, dioses, diosas y algunas fotografías de hombres y mujeres actuales que el maestro consideraba como inspiradores de la humanidad. Frente al altar se encontraban dos braseros y sobre el suelo estaba colocada una hermosa alfombra de manufactura afgana con los intricados diseños del arte musulmán. Entre la alfombra y la entrada estaba dispuesta una bandeja con jofaina que el maestro usaba para su ritual de lavado, imprescindible para todos los que habían recibido sus primeras enseñanzas religiosas del Islam.
El lado derecho de la cueva estaba acondicionado como comedor y cocina. Al fondo se encontraba una pequeña estufa de carbón que tenía un tiro artificiosamente escondido que daba hacia el exterior. A su lado se encontraban dos modestos mueblecillos desgastados por el tiempo rebosado por los implementos para cocinar, los frascos de especies y los alimentos que eran pocos pero selectos. El mobiliario era complementado por una robusta mesa que estaba hecha con la rodaja de un tronco de roble milenario de casi metro y medio de diámetro colocado sobre tres columnas antiguas que debía proceder de una de las innumerables ciudades de la antigua Grecia o la Asia Menor romana. A su alrededor había tres sillas que de tan viejas parecían romperse con tan solo sentarse en ellas.
El lado izquierdo de la cueva, finalmente estaba acondicionado como dormitorio. Contaba con una estrecha cama perfectamente tendida con ropas tan impecablemente blancas como las túnicas del maestro que se encontraban en un arcón que asimismo servía de buró y, para sorpresa de Inés, en el fondo incluso estaba instalado un baño con un retrete al estilo occidental, una tina y hasta un calentador de agua que operaba con leña. Para poder usar el baño, se aprovechaba un pequeño hilo de agua que brevemente salía de la roca para luego desaparecer en las profundidades del suelo hacia otra cueva y luego al mar como le había explicado el maestro.
En suma, la cueva gozaba de todas las comodidades que un hombre solo como el maestro pudiera necesitar.
“¿Es usted un ermitaño?,” fue lo primero que había logrado preguntar, mas bien comentando, la asombrada Inés al ver el interior de la cueva.
“Supongo que así se me llamaría si fuera cristiano.”
“¿Entonces es usted musulmán?,” dedujo Inés, sonriendo por su capacidad de deducción.
“Si fuera un musulmán, probablemente sería un sufi. Pero no soy ni lo uno ni lo otro y ambas cosas a la vez. No soy ni más ni menos que todo el resto de los seres humanos que al buscar encuentran y al encontrar buscan.”
“Ya se algo con toda certeza,” dijo Inés, “es usted un hombre al que le encantan los acertijos.”
“¿Acaso los acertijos no son el lenguaje de Dios?,” respondió el maestro sonriendo, “aunque lo mismo lo podríamos afirmar de las matemáticas, de la geometría, o de la naturaleza misma.”
“Creo que puedo aprender algo de usted,” dijo Inés, “soy toda oídos y disposición.”
“Te espero todos los días cuando hayas terminado tu trabajo. Comenzaremos mañana mismo. Y ahora ve a buscar a tus amigos que ya te están buscando. No quiero que descubran mi cueva, ni se acerquen demasiado.”
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