Capítulo 1: El Nacimiento - Parte 2

>> martes, 14 de abril de 2009

Había encontrado al maestro por una de esas casualidades casuales a los pocos días de haber llegado a los trabajos de restauración de Efeso. Un par de colegas, un inglés y una francesa perdidamente enamorados el uno del otro, y que ahora ya no estaban en el proyecto de excavación la habían llevado a descubrir una pequeña playa aislada a unos tres cuartos de hora de camino de Selçuk, la ciudad a la que administrativamente pertenecía Efeso y donde los arqueólogos tenían sus alojamientos y sin los hoteles que aparecían como hongos por toda la costa y fue entonces cuando descubrió la cueva a la mitad de la colina del Mycale. La visión de la cueva le había despertado su sentido de aventura que en aquellos días seguía a plenitud ya que no se había encontrado ni con demasiados turcos, ni le había hecho mella la rutina de su trabajo que en el fondo era aburrido y consistía tan solo en ser sumamente escrupulosa con la colección de pequeños pinceles de diferentes grados de dureza que permitían remover los milenios de capas de polvo y arena de cualquier piedra que encontraran los trabajadores locales que empleaban sus espadas de forma poco respetuosa e interesados solamente en decidir en que café y con que amigos se iban a gastar sus salarios.

En todo el año tan solo dos de esas piedras habían revelado algo y ese algo ni siquiera era importante o trascendente. Simples adornos de alguna fachada que terminaban apilados junto con miles más en las bodegas de la zona arqueológica esperando que en el futuro se tuvieran las herramientas necesarias para clasificarlas y el tiempo y los fondos para hacerlo.

Con toda su historia, Efeso no era ni por mucho lo que Inés se había imaginado. Efeso para ella seguía siendo equivalente a Artemisa, el lugar de nacimiento de la diosa y el asentamiento del Templo en su honor que figuraba en las listas de las 7 maravillas de la antigüedad. En la actualidad, del renombrado templo solo quedaban unos cuantos restos que dificultaban imaginar su magnificencia de antaño. Lo único en referencia a Artemisa que valía la pena en Efeso era una hermosa estatuilla de la diosa arquetípica de lo femenino como lo demostraba el hecho que tenía 28 senos, uno por cada día del mes lunar, y su falda y tocado cubiertos de animales grabados en relieve.

Cuando llena de excitación había corrido hacia la cueva hace lo que ahora le parecía una eternidad, en el momento justo que querer cruzar el umbral, el maestro había emergido de este.
“¿Buscas algo?,” le preguntó el anciano en un perfecto español, que Inés en un primer instante no había comprendido habituada ya, a no escuchar su idioma natal.

“¿Cómo sabe que hablo español?,” respondió Inés con una pregunta.

“Se muchas cosas y entre ellas que hoy iba a conocer a una chica llena de inquietud y curiosidad. Pero no me contestaste la pregunta que te he hecho.”

“Bueno, soy arqueóloga, y siempre ando buscando algo. Ahora, que he visto la cueva, tan cercana al bosque de olivos donde según la leyenda nació Artemisa, que querido ver si puedo encontrar algo de ella.”

“Si eres paciente, te puedo enseñar muchas cosas, no solamente sobre Artemisa, sino sobre todo, acerca de la Artemisa que tienes dentro. Pero eso no lo encontrarás en la cueva. Si quieres puedes cerciorarte por ti misma.”

El anciano de larga barba blanca, vestido con una larga túnica blanca, tomó a Inés suavemente del brazo y la introdujo en la cueva. Llena de sorpresa Inés constató que se trataba de la vivienda del maestro.

La cueva vivienda estaba dividida en tres secciones claramente delimitadas por antiguos biombos finamente tallados. En el fondo de la parte central, a la que se accedía directamente desde la entrada, había un hermoso altar lleno de pequeñas imágenes de santos, santas, dioses, diosas y algunas fotografías de hombres y mujeres actuales que el maestro consideraba como inspiradores de la humanidad. Frente al altar se encontraban dos braseros y sobre el suelo estaba colocada una hermosa alfombra de manufactura afgana con los intricados diseños del arte musulmán. Entre la alfombra y la entrada estaba dispuesta una bandeja con jofaina que el maestro usaba para su ritual de lavado, imprescindible para todos los que habían recibido sus primeras enseñanzas religiosas del Islam.

El lado derecho de la cueva estaba acondicionado como comedor y cocina. Al fondo se encontraba una pequeña estufa de carbón que tenía un tiro artificiosamente escondido que daba hacia el exterior. A su lado se encontraban dos modestos mueblecillos desgastados por el tiempo rebosado por los implementos para cocinar, los frascos de especies y los alimentos que eran pocos pero selectos. El mobiliario era complementado por una robusta mesa que estaba hecha con la rodaja de un tronco de roble milenario de casi metro y medio de diámetro colocado sobre tres columnas antiguas que debía proceder de una de las innumerables ciudades de la antigua Grecia o la Asia Menor romana. A su alrededor había tres sillas que de tan viejas parecían romperse con tan solo sentarse en ellas.

El lado izquierdo de la cueva, finalmente estaba acondicionado como dormitorio. Contaba con una estrecha cama perfectamente tendida con ropas tan impecablemente blancas como las túnicas del maestro que se encontraban en un arcón que asimismo servía de buró y, para sorpresa de Inés, en el fondo incluso estaba instalado un baño con un retrete al estilo occidental, una tina y hasta un calentador de agua que operaba con leña. Para poder usar el baño, se aprovechaba un pequeño hilo de agua que brevemente salía de la roca para luego desaparecer en las profundidades del suelo hacia otra cueva y luego al mar como le había explicado el maestro.
En suma, la cueva gozaba de todas las comodidades que un hombre solo como el maestro pudiera necesitar.

“¿Es usted un ermitaño?,” fue lo primero que había logrado preguntar, mas bien comentando, la asombrada Inés al ver el interior de la cueva.

“Supongo que así se me llamaría si fuera cristiano.”

“¿Entonces es usted musulmán?,” dedujo Inés, sonriendo por su capacidad de deducción.
“Si fuera un musulmán, probablemente sería un sufi. Pero no soy ni lo uno ni lo otro y ambas cosas a la vez. No soy ni más ni menos que todo el resto de los seres humanos que al buscar encuentran y al encontrar buscan.”

“Ya se algo con toda certeza,” dijo Inés, “es usted un hombre al que le encantan los acertijos.”
“¿Acaso los acertijos no son el lenguaje de Dios?,” respondió el maestro sonriendo, “aunque lo mismo lo podríamos afirmar de las matemáticas, de la geometría, o de la naturaleza misma.”
“Creo que puedo aprender algo de usted,” dijo Inés, “soy toda oídos y disposición.”

“Te espero todos los días cuando hayas terminado tu trabajo. Comenzaremos mañana mismo. Y ahora ve a buscar a tus amigos que ya te están buscando. No quiero que descubran mi cueva, ni se acerquen demasiado.”

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Lacrimosa, ein Hauch von Menschlichkeit

Esta canción la cito al inicio de la novela e inspiró el subtítulo de la misma.

¿Porqué pensé en Turquía como el lugar de concepción de Sofía?

Ubiqué la concepción de Sofía en Turquía por muchas razones.

Personalmente siempre me he sentido conectado especialmente a Turquía. Es una conexión intuitiva y mágica y, a pesar de que solo he estado algunos días en Estambul uno de mis primeros destinos de viaje –si es que alguna vez tengo el dinero- sería recorrer Turquía.

Si revisamos la historia de occidente, muchas veces nos vamos con la finta de creer que la cuna de esta civilización fue Grecia, sin embargo, esto es un engaño. La mayoría de las grandes cosas, los grandes “detonantes” de la civilización occidental sucedieron en el territorio de la actual Turquía. Troja, la ciudad que dio pie a los poemas homéricos está en la actual Turquía, muchos de los filósofos y científicos griegos nacieron en territorio turco, etc.

Pero no es solo la conexión helénica la que hace especial a Turquía. Una de las civilizaciones más antiguas, Catal Hüyuc, se desarrollo aquí. Las primeras iglesias cristianas, las famosas siete iglesias en su mayoría estaban en Turquía. Y que sería del antiguo Egipto o de las culturas Mesopotámicas sin la constante rivalidad con el imperio Hitita que fue… lo adivinaste… turco.

Siento, por varias razones que Turquía todavía tiene mucho que darnos por esas conexiones tan especiales como cuna de la civilización occidental. Si queremos reflexionar y regresar a nuestros orígenes para reconstruirnos tenemos que revisar con mucha atención todo lo que pasó en Turquía desde los tiempos más remotos. Aquí hay claves importantes que todavía están por descubrirse.

Algo sobre la trama

La profecía del maestro al final del capítulo dice:

“¡Cuando los doce se reúnan en torno a la semilla que llevas en tu vientre, los años oscuros se transformarán en años de luz! Esa semilla será tres veces la vieja diosa y un aliento para la humanidad.”

La novela, obviamente trata de cómo se reúnen los doce alrededor de Sofía para dar un “aliento para la humanidad”, pero Sofía también tiene que descubrir cómo es eso de que es tres veces la vieja diosa.

La primera de ellas es Artemisa, la vieja deidad de Éfeso en cuyo honor fue construido un templo, también conocido como el Templo de Diana (el nombre romano de Artemisa) y quien, según los antiguos mitos nació de un lago ubicado en un robledal (un bosque de robles) de la zona del Mycale.

Hoy estos robledales ya no existen físicamente, pero siguen existiendo en la memoria humana. El roble, junto con otros árboles, es uno de esos árboles que se han considerado como “cósmicos”

(Hay más sobre este concepto en la primera sección de “El Anarquísta Místico” que se llama “Reflexiones sobre el árbol”)

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